Carlos Barrese (68), alias “Carloncho”, (Foto) es uno de los pizzeros más famosos de La Plata. En 1980 puso su primera pizzería en 5 y 51 e instaló un nuevo concepto en ese rubro gastronómico: la pizza a la piedra. Llegó a tener una cadena de ocho negocios. Pero atrás de este hombre hay una historia increíble. Es que a los pocos meses de nacer su mamá lo dejó en un instituto de menores. Recién pudo salir a los 16. Dos años más tarde se convirtió en líder de una banda de ladrones que fue una pesadilla para la Policía a fines de la década del ‘50. Estuvo preso desde los 20 y hasta los 32. Fue torturado y estuvo seis meses sin salir de una celda de castigo. Ni bien obtuvo su libertad se fue del país porque se sintió perseguido por la Policía. Se radicó en Nueva York. Vivió dos meses abajo de un puente de Manhattan con varios linyeras. Consiguió trabajo en una pizzería de la calle 42 de la Quinta Avenida. Después de 10 años volvió a La Plata con el oficio de maestro pizzero y unos cuantos dólares. Pasó de ser un paria absoluto a un exitoso empresario. Nunca pisó una escuela pero habla inglés y francés. Escribió un libro autobiográfico y recorrió el mundo. Pero algo le faltaba: recorrer las instalaciones que fueron testigo de los momentos más terribles de su vida. Y esta semana lo hizo realidad. La recorrida se concretó el último martes. Visitó el pabellón de aislamiento de la Unidad 1 de Olmos. “Quise ver el lugar donde más sufrí en mi vida. En esa cárcel, en el año 1962 pasé seis meses en una celda de aislamiento y casi dejé de existir”, confesó Carloncho a Trama Urbana.“La prisión para mí fue una historia imborrable y volver después de 35 años fue una experiencia liberadora. Ahora soy otra persona, me siento relajado y hasta la gente de la pizzería me notó mejor. Al ingresar a la penitenciaria sentí el mismo escalofrío. Aunque salí con más ganas de ayudar a los presos. Estoy más tranquilo, es como si me hubiese sacado un peso de encima”, contó Carloncho.“Nací preso”“Yo nací preso”, dice el pizzero. Es que desde que se acuerda estuvo en el reformatorio Riglos de capital federal. A los doce años lo llevaron al instituto Saturnino Unzué de Mercedes, pasó por otro en Pehuajó, otro en Abasto y terminó en un instituto de 1 y 59 de La Plata . A los 16 años fue la primera vez que salió a la calle. Que se sintió libre.En sus últimos meses de encierro conoció a chicos que estaban adentro por robos, fugas y otros delitos muy graves.“En aquel tiempo los reformatorios no servían más que para fabricar delincuentes. Aprendí mucho y salí preparado para ser un ladrón de excelencia”, relató Barrese.Y en poco tiempo era el jefe de una banda de siete ladrones. “Nos dedicamos por lo general a robos de camiones con mercaderías. También fui protagonista de estafas y robos a mano armada”, recordó. “Eramos siete ladrones con nuestros sueños, nuestros proyectos imborrables, que en algún momento inscribimos nuestras historias de las que hablaron las páginas policiales de los diarios más importantes del país”, afirmó el pizzero en su libro Carloncho, el papillón argentino - Corazón de hierro.A los 19 lo atraparon en Bernal y fue a parar a la Unidad 9 de La Plata. Pero sus días más trágicos llegaron con un traslado a la cárcel de Olmos. “Me sacaron de la nueve una madrugada. Me llevaron en un jeep que los presos le decíamos perrera. Y todavía no sé los motivos, pero fui directo a una celda de aislamiento en el primer subsuelo. Me recibieron con una golpiza y casi inconsciente firmé un parte que me condenó a pasar medio año en un calabozo repugnante y del que sólo unos pocos salieron con vida”, sostuvo Carloncho.“Un oficial que le decían el jefe me vino a visitar a la celda. Yo estaba desnudo y recién bañado con agua fría. Tiritaba de frío. El temible anfitrión empezó a darme vueltas por alrededor. Era un tipo delgado y alto, con unas botas de caña alta, muy brillantes. Tenía un uniforme azul marino y el pantalón se le metía en las botas. Sobre los hombros llevaba un sobretodo y en la mano derecha agitaba un látigo o una fusta”, rememoró Barrese. Después contó con lujo de detalles los golpes que recibió y las penurias que pasó. “Tomaba agua del mismo lugar de donde defecaba”, afirmó. Se sobrepuso a todo y por eso tituló su libro Corazón de hierro.