Almafuerte y López Merino, poetas antípodas de la Ciudad

No se conocieron, no hubieran podido conocerse. Cuando Almafuerte murió en 1917, López Merino tenía apenas trece años. Pero si en la ciudad, todavía joven, se hubieran cruzado, seguramente ninguno hubiera reparado en el otro, pues fuera de la diferencia de edades, eran temperamental y literariamente distintos. Sin embargo, La Plata hizo de ambos sus hijos dilectos. Uno -Almafuerte-, inflamado y profético, capaz de llegar hasta el escritorio de un funcionario para exigirle el nombramiento de una maestra; el otro -López Merino-, intimista y melancólico, más cómodo en la confidencia del ámbito familiar. El primero era cosmopolita, hermano de Whitman y Víctor Hugo, y no había nacido en La Plata. El segundo era platense, pero, además, provinciano: no tanto por las lejanías de una ciudad que no estaba, ciertamente, alejada de la metrópoli, como por los silencios de su paisaje de casas bajas y bosque cercano. Las metáforas de aquél eran, por lo tanto, fuertes, como de golpes sobre yunque, mientras que las de éste surgían apagadas como las voces que le gustaba oír en salas y patios. Los dos, no obstante, parecían tener por interlocutor al vacío: Almafuerte, por su timbre indeleble que no hacía más que poner de relieve la falta -falta bíblica- que puede yacer en el corazón del hombre; López Merino, por su decisión de exponer dicho vacío bajo el matiz más íntimo de la ausencia. Así, Almafuerte, al margen del Modernismo, que era la estética de su tiempo, impulsó un romanticismo cívico que no tuvo seguidores, mientras que López Merino reavivó, con recursos tomados del simbolismo, un romanticismo atenuado que sí los tuvo: la prolífica generación del 40.

Las comparaciones podrían seguir y señalarse que lo que Almafuerte tiene, aún hoy, de energía oral, López Merino lo conserva en cuanto a variedad cromática. Lo que permite, a su vez, afirmar que el primero es un poeta de conceptos, discursivo y fundacional, mientras que el otro despliega una sensibilidad lindante con el impresionismo (si hubiera sido pintor sería un "puntillista"). Pero ambos fueron rigurosos en la construcción de sus poemas, y de ahí su permanencia: son las formas cuidadas -sonetos, cuartetos, endecasílabos, alejandrinos- y esa palabra justa, irreemplazable, las que los salvan del tiempo. Dícese que Almafuerte revisaba y corregía sus poemas sin desmayo; y en cuanto a López Merino, baste observar su cuidada letra (que abunda en cartas, originales y dedicatorias de libros que su ciudad natal atesora). Borges se ocupó de ambos. De Almafuerte dijo que escribió no sólo los mejores sino también los peores versos de la poesía castellana, aunque lo absuelve al reconocer en él a uno de los que le revelaron la poesía; a López Merino lo evoca como a un niño que quiso distraerse con la muerte como en un sueño. ¿Podríamos afirmar que Almafuerte fue un predicador -según su autorreferencia-, mientras que López Merino, simplemente, un poeta?.

Pero no quiero insistir en sus diferencias sino en la rareza de que la ciudad capitalina los haya adoptado como a sus poetas canónicos. O mejor dicho, de que habiendo elegido a López Merino, que es desde el punto de vista estético su más fiel expresión literaria, también prefiriera a Almafuerte, que es filosófica y psicológicamente la antípoda de aquél. Creo que esto ha sido resultado de un tácito acuerdo fundado en la razón -razón dominante desde los orígenes positivistas de La Plata- que ha querido cubrir los dos flancos antropológicos: el del sentimiento, representado por López Merino, y el de la pasión, aportado por Almafuerte. Me explico: destacar solamente a este último hubiera sido entronizar un perfil voluntarista, ético, propio de la ciudad recién nacida -como era La Plata en su tiempo- pero acaso extraño al sentir de ese conjunto humano que fue delineando sus rasgos más visibles en consonancia con el lugar. Preferir a López Merino hubiera sido tanto como inclinarse por el desmayo y aceptar la imbatible fuerza de la metrópoli demasiado cercana.

Pero hay otras explicaciones y son históricas. Almafuerte fue primero en el tiempo -su obra ya estaba concluida cuando López Merino escribía sus primeros versos- y llevó a la ciudad el espíritu de los pioneros: creía en las obras y sabía que éstas son fruto del esfuerzo. Era, por lo tanto, un educador -educador sin títulos- y, utilizando una expresión contemporánea, un operador social, pues creía que el mundo y los hombres podían ser mejorados. Sarmiento era, para un hombre tan poco proclive a las coincidencias, su inconfesado arquetipo. López Merino, en cambio, nació en una ciudad ya crecida, con una clase media vigorosa -a la que pertenecía-, clase que, con la alcurnia de los buenos modales, hacía del vivir un algo refinado, repitiendo gestos y prácticas de la atildada clase alta porteña. López Merino tenía, pues, dos ingredientes propicios para el arte: el ocio y el refinamiento de espíritu. Tan extraños al rústico Almafuerte, pero propicios para su arte: el Simbolismo que, en su ambición de expresar la unidad profunda de lo existente, brindaba toda una paleta de matices aptos para dar cuenta de un tiempo joven pero amenazado.

No es posible, en este punto, soslayar que cuando Almafuerte, ya adulto, llega a vivir a La Plata, la ciudad todavía está viviendo los entusiasmos de la fundación: edificios públicos y casas que se construyen sin cesar, plazas que semejan auténticas ágoras, ciudadanos porteños que se mudan a la nueva Capital, el gobierno de la rica provincia casi al alcance de la mano, entre las avenidas 51 y 53. Pero cuando López Merino abre sus ojos a la creación literaria muchos de estos fastos han cesado y la ciudad ha tomado un sesgo provinciano (con todo lo que esta expresión tiene en nuestro país de apartado, de confinado): familias enteras que regresan a Buenos Aires huyendo de la "chacra asfaltada", funcionarios que repiten ese gesto cada día en el fatídico tren de las cinco de la tarde, y una sensación de distancia que los escasos sesenta kilómetros que la separan de Buenos Aires no alcanzan a restañar. La Plata de López Merino tiene, por eso, rasgos propios y estos son inequívocamente provincianos: tardes, domingos, esperas.

Digo, entonces, que si Almafuerte pudo ser expresión de la ciudad recién fundada -el espíritu y la voluntad proyectándose sobre la tierra nueva-, López Merino fue la expresión del perfil que tomó la ciudad a poco que sus habitantes la hicieron suya y le imprimieron sus costumbres.

Yo he llegado a ver, en mi infancia y adolescencia, muestras de todo esto. No tendría más de cinco años cuando vi pasar por la puerta de mi casa, en la calle 7 y 61, una columna de admiradores de Almafuerte, con una foto suya elevada a modo de estandarte, en marcha hacia la Plaza España, en cuyas cercanías está aún hoy su casa/museo. En época de descamisados, era su "chusma", su pueblo, ese hombre concreto al que él se dirigía. Y he visto, años después, en los hogares de las hermanas, ya mayores, de López Merino otra forma de culto: la devoción recoleta, expresada en voz baja, entrecortada por silencios, como en un duelo que no se hubiera interrumpido (pero ya habían pasado treinta años desde su muerte), hacia la persona y poesía del poeta entrañable.

Concluyo, y esta es mi tesis, que Almafuerte significa para La Plata la irrupción de una fuerza exógena, vital, que no prospera, mientras que López Merino representa un lirismo tenue, elegíaco, que se identifica con la ciudad hasta el punto de representarla. No imagino la ciudad de Almafuerte, sí veo -aún hoy- la ciudad de López Merino.

Por Rafael Felipe Oteriño / Diario El Día